La dramaturgia confesionalun acercamiento teórico-práctico

  1. Blasco Mena, María Dolores
Dirixida por:
  1. Eduardo Pérez-Rasilla Bayo Director

Universidade de defensa: Universidad Carlos III de Madrid

Fecha de defensa: 30 de xullo de 2021

Tribunal:
  1. Ángel Abuín González Presidente
  2. Julio Enrique Checa Puerta Secretario/a
  3. Béatrice Bottin Vogal

Tipo: Tese

Resumo

El propósito de este trabajo ha estado determinado por dos ejes vertebrales. Por un lado, dar cuenta de un tipo de dramaturgia que ha adquirido gran relevancia dentro del teatro europeo y español de las últimas décadas, bajo el común denominador de lo confesional. Una dramaturgia en la que, a pesar de sus variantes formales y sus rasgos de estilo individuales, se reconoce en la voluntad de proponer la escena como espacio para el pensamiento y, sobre todo, como lugar de expresión privilegiada del yo. Esta dramaturgia a la que me refiero, al menos en cuanto a sus principales hitos, no solo ha sido de especial valor para mi propia trayectoria personal como investigadora y como dramaturga, sino que ha marcado los caminos más brillantes de la renovación teatral desde mediados del siglo pasado. Pero, por otro lado, el segundo hilo conductor de mi proyecto investigador nace del impulso de crear una dramaturgia propia que, a su vez, dialogase también con todo ese corpus textual; dado que el yo confesional ha constituido, desde mis primeras obra escritas y estrenadas, el eje fundamental de mi propia práctica teatral. Tras todos estos años de trabajo a caballo entre la teoría y la práctica, no siempre fáciles de conciliar en el ámbito académico, ha llegado el momento de hacer un primer balance de ese diálogo, para tratar de comprobar en qué medida mi yo teórico y mi yo creador eran capaces de establecer su diálogo particular y hasta qué punto ese intercambio resultaba productivo. Naturalmente, ninguno de ellos ha terminado de hablar todavía. Así, el proceso teórico me ha permitido considerar cuántos aspectos quedan aún pendientes de revisión para hacer más completo el estudio de la dramaturgia confesional. Algunos quedan apuntados a lo largo de estas páginas, otros, seguramente, irán apareciendo por el camino. Por su parte, el proceso creativo continúa abierto, con nuevos textos y nuevos proyectos escénicos en los que pretendo seguir avanzando en esta exploración escénica en la que, como ha sucedido con los anteriores, la voluntad de llevar pensamiento a escena constituye una decisión inquebrantable, todavía después de más de veinte obras escritas y estrenadas. La necesidad de poner fin a esta investigación, o de interrumpirla momentáneamente, me ha obligado a elegir cuatro textos suficientemente representativos, pero creo que muchos otros de los que llevo escrito hubieran podido aparecer en el cuerpo del texto. Es por esto que he decidido incorporarlos como apéndice de este trabajo, de manera que quienes se acerquen a ellos tengan también la ocasión de reconocer en qué medida comparten adscripción con la dramaturgia confesional, tal y como yo la entiendo. Sea como fuere, durante todo este proceso, las preguntas se han trasladado desde la teoría a la práctica, y viceversa, en una desesperada búsqueda que trataba de responder, de manera nítida, a la pregunta que otros ya se habían formulado antes que yo: ¿Para qué sirve el teatro? Hay algunas preguntas, que aunque parezcan fáciles de resolver, aunque puedan parecer sencillas, una vez que se producen, pueden instalarnos en la interrogación de por vida. Según he expuesto a lo largo de mi investigación, entiendo por dramaturgia confesional un tipo de escritura dramática que aproxima lo íntimo a la esfera de lo público, llevando lo oculto al debate, a la asamblea, y cuyo discurso está dirigido a una reconstrucción identitaria. Es, pues, una dramaturgia que comparte el espíritu de la confesión y la violencia que toda confesión supone, por cuanto que toda confesión es siempre un acto de deslealtad, ya sea hacia los demás o hacia uno mismo. La elección de la primera persona podría considerarse un rasgo distintivo esencial, pero en la dramaturgia confesional también cabrían, como he tratado de argumentar, algunos textos escritos en forma de diálogo, cuando tienen como objetivo la reconstrucción de la identidad a través de la escisión del sujeto. Por esto, lo que hace que una dramaturgia sea confesional, no tiene que ver tanto con la forma expresiva en la que se presentan los textos, como con los propósitos conceptuales a los que aspiran. En realidad, lo más determinante de lo que entiendo por dramaturgia confesional, es que propone una nueva representación del mundo y del individuo. Por ello, considero que la dramaturgia confesional supone un cambio de paradigma suficientemente amplio como para proponer una mirada que se dirige antes a lo privado que a lo íntimo, por lo que se configura como un sistema teatral alternativo al canónico o dominante. Se trata de una dramaturgia abierta, en construcción, en la que la identidad ya no se construye en el interior del sujeto sino en la relación del sujeto con el mundo. No se pretende copiar mejorando o degradando un modelo, un carácter previamente determinado; sino que se pretende construir una identidad que partiendo del yo y de un proceso de subjetivación tiene como horizonte la desobjetivación y la voluntad de asumir una identidad colectiva. Por lo que se refiere a la concepción moderna de la confesión, resulta difícil distinguir, de manera inequívoca, entre diferentes géneros literarios, especialmente entre memorias, confesiones y testamentos. Quizás por ello, he visto la necesidad de acudir a algunos elementos en los que la confesión parecía mostrar algunos rasgos más acentuados, como sucede con el hecho de que la confesión evidencia siempre una crisis que se manifiesta, también de forma determinante, en procesos retrospectivos que participen de la última voluntad y que tengan un objetivo. Además, la necesidad de conocerse a sí mismo aparecía igualmente en el impulso expresivo de la confesión, tal y como ya expresara San Agustín. Por ello, también la dramaturgia confesional propone un viaje de transformación a partir del autoconocimiento o, mejor dicho, del reconocimiento, del cambio que se produce de la ignorancia al conocimiento. Conocimiento que sólo se revelará a través de la experiencia dolorosa como sucede, por otro lado, con todas las transformaciones, según nos enseñaron ya las primeras tragedias clásicas. En las ideas sobre el reconocimiento expresadas por San Agustín, también he encontrado alguna posible respuesta a la pregunta con las que abro estas páginas -¿Por qué escribir?-: para reconocernos, para vernos como en un espejo en el que lo importante no es que seamos vistos, sino que nos sintamos mirados, como expresara María Zambrano. De este modo, la confesión tiene que ver con ahondar en la intimidad del ser con el fin de salir de sí mismo, de formar parte del todo. El objetivo del que se confiesa, si bien parte del sujeto, tiene como voluntad de conexión con el otro, el diálogo, la dialéctica, en pos de alcanzar una verdad que siempre va a ser compartida y que pueda ser reveladora. La estrategia discursiva de la dramaturgia confesional se va a asentar, de este modo, sobre el doble mecanismo de la introspección y la retrospección con el fin de hallar la revelación que, en el caso de San Agustín, se va a asentar sobre la fe, pero también y en gran medida sobre el lenguaje, el verbo encarnado. Después de proponer unas primeras bases sobre las que construir la relación entre confesión y dramaturgia, me interesaba abundar en la idea de quien se confiesa como un exiliado, circunstancia que se daba, en mi opinión, en la obra de Santa Teresa de Jesús, igualmente influida por la de San Agustín. Uno de los primeros asuntos que llamaron mi atención al estudiar los textos de Santa Teresa, estuvo relacionado con la evidencia de que la escritura produce dolor y el hecho de escribir puede llevar al delirio. Sin embargo, la aportación fundamental de esta autora sería, para mí, que frente a la ascesis que promulgaba San Agustín, Teresa de Jesús hace que su cuerpo tenga un lugar protagonista en su confesión. A pesar de tratarse de una obra menos citada que otras, enseguida llamó mi atención Las Meditaciones sobre el Cantar de los Cantares, una obra curiosa en la que Santa Teresa, utilizando un modelo parecido al que ya usara San Agustín para comentar los salmos del libro de Job, realiza una exégesis de algunos de los pasajes del libro más bello y enigmático de la literatura hebrea que se recoge en el Antiguo Testamento: El cantar de los cantares, poema de amor por excelencia que ha inspirado a multitud de místicos y románticos, y que para la santa confirma el deseo como acto de rebeldía, tal y como se adivina en el Libro de la vida, ya en su madurez, desde su madurez, donde Teresa indaga en aquello que han intentado tantos filósofos antes y después que ella, la verdad. Verdad que, en su caso, conlleva tanto la obligación como el derecho a compartirla, lo que vincula esta característica de la confesión a la actitud del parresiastés. Ciertamente, en el sacramento de la confesión, la obligación de contar se resume exclusivamente a las faltas y no al “decirlo todo” por lo que la práctica de ser sincero con uno mismo que vemos en Santa Teresa con su director espiritual y que casi coetáneamente desarrollará Montaigne (1533-1592) -liberado en este caso, por su pensamiento renacentista, tanto de carga moral como de confesor- correspondería más a la práctica del autocuidado. Ese ponerse en peligro, esa forma de parrêsía de Santa Teresa, podría tener un fin, conocerse en primer lugar; pero, en segundo lugar, hacer de la subjetividad un proyecto político. Teresa se ofrece a los ojos de los demás en cuerpo y alma, se coloca a mitad de camino entre el parresiastés y el penitente en una suerte de dramatización de sí misma. Por último, en el Libro de la vida encontramos una confesión que se asienta en el exilio interno con el fin de encontrar respuestas entre el individuo y el Ser transcendente. Un exilio que, a partir de la enajenación, del delirio, abre un nuevo surco, un nuevo sistema de pensamiento. Su imaginación, propia de las novelas de caballerías y su valentía, nos hace pensar en Santa Teresa como una suerte de Quijote de su tiempo en la que, ante un mundo en declive, Teresa prefiere imaginar un mundo nuevo. A partir de un lenguaje directo y claro, y de una postura crítica de la forma de vivir la religión en su época, la santa se mostrará como una auténtica parresiasta colocándose, por momentos, al margen de la legalidad, haciendo del erotismo un discurso subversivo, recobrando el paraíso. Un paso más en este proyecto de caracterización sobre la confesión lo constituyeron, casi de manera simultánea, los textos de Jean-Jacques Rousseau y de Michel de Montaigne, acompañados igualmente por los de René Descartes. En estos, como sucediera con San Agustín y con Santa Teresa, la cercanía de la muerte va a ser determinante para que escriban sus confesiones. En sus textos, además, podríamos intuir que otra de las funciones de la confesión tiene que ver con ofrecer el testimonio de su tiempo, aunque ese testimonio sea el testimonio de la destrucción, de la barbarie y de las ruinas. No obstante, mientras que Montaigne se construye un cuerpo colectivo, un cuerpo hecho de citas, un yo colectivo que se revela a partir de las alusiones que hace de aquellos a los que admira, del diálogo que establece con otros libros; en el caso de Rousseau será su deseo de posteridad, de transcendencia, lo que le moverá a manifestarse ante los otros, a exhibirse ante los otros y a entregar su yo al juicio colectivo, para reconstruir su imagen que había sido degradada por sus adversarios; para que sus errores sirvan de ejemplo al futuro y, por último, para satisfacer su necesidad de amor y de amistad. Si en Montaigne, como hemos visto, la construcción de la identidad se daba a partir del diálogo con los demás, también la construcción de la identidad en Rousseau surgirá de la dialéctica, pero en este caso, consigo mismo, surgirá de su propia escisión. Entendemos que tanto Las Confesiones, como los Diálogos y Las ensoñaciones de un paseante solitario, participan de esta idea de doble que Rousseau crea para defenderse de los ataques recibidos. Un doble con el que pretende juzgarse a sí mismo. En conclusión, hallamos tanto en Los Ensayos de Montaigne como en Las Confesiones de Rousseau, un sentimiento de exilio ontológico que los lleva a sentirse como extranjeros, no ya de su patria o cuerpo, sino de su siglo y de su especie. Lo que les hace anhelar tiempos remotos y encontrar en el diálogo con la Antigüedad, en la imaginación y en la experiencia, el bálsamo para sobrellevar su tiempo. Su subjetividad puesta siempre en relación con sus semejantes, hace que podamos hablar de cómo se da, tanto en Montaigne como en Rousseau, la existencia de un yo político e histórico: un yo colectivo. Un yo que solo puede entenderse en proceso, en movimiento, como en un paseo. Y este yo se va a construir de diferentes maneras en uno y en otro. Mientras que Montaigne edifica su identidad mediante un cuerpo de citas, avalando la tesis de que la verdad no se encuentra en los libros sino entre estos, en Rousseau, y debido a la herencia cartesiana, se va a producir una escisión del sujeto, que lo va a llevar a la vergüenza, a la multiplicación de sí mismo, y al encierro en el narcisismo, lo que va a provocar un desdoblamiento en el que el suizo va a ser penitente y juez al mismo tiempo, colocándose en el lugar de un tercero como si se tratara de un testigo absoluto. Y es que el testimonio es otra de las características de la literatura confesional, y de ahí que los géneros autobiográficos suelan brotar con fuerza en los tiempos de crisis, como si de algún modo, señalando las faltas de uno mismo, pudieran arreglarse las faltas de una época. Es también común en los periodos de declive, que el arte vuelva a ensalzar el origen y la naturaleza, la infancia del hombre, como el único lugar donde los seres humanos pueden recobrar la piedad y la dignidad como especie. Por ello se acostumbra a invertir el papel de los hombres y de los animales, y a utilizar las fábulas como pacto, como forma de acceso a la verdad y como método de resistencia, generando discursos políticos contra el poder “de abajo arriba”. Una vez hechas las diferentes consideraciones acerca de lo que consideraba fundamental, a la hora de entender la literatura confesional, me interesé por analizar en qué medida los textos dramáticos, o una parte de ellos, podría adscribirse a categoría de dramaturgia confesional, para lo cual decidí centrar mi análisis en unos cuantos rasgos fundamentales. En primer lugar, siempre he entendido la palabra dramática como acción, lo que supone acercar este tipo de teatro confesional a una suerte de rito que propicia una transformación y que se fundamenta en el hecho de que, la dramaturgia confesional no se dirige de forma oblicua al espectador, sino que lo hace de forma directa. En la dramaturgia confesional el intérprete se sitúa siempre en una posición de riesgo con relación a su auditorio. Me refiero a un riesgo en el sentido ético, por cuanto el auditorio es llamado a aprobar o desautorizar determinadas conductas. Cuando hablo de riesgo estoy pensando en el elemento que define al antiguo parresiastés, es decir, aquel sujeto próximo al poderoso que se atreve a ser honesto con él, a no fingir, aunque esto pueda provocar su caída en desgracia. Obviamente, si lo dicho no interpela directamente a ambos, y si la interpelación no tuviera ningún sentido perlocutivo, no habría riesgo, pero tampoco interés dramático. Precisamente toda la formulación del discurso se hace desde el pacto explícito de una copresencia. Incluso en aquellos textos de construcción miscelánea, las partes que entenderíamos como dramaturgia confesional serían aquellas en las que se produjera una ruptura explícita del pacto ficcional. En la dramaturgia confesional, la acción verbal del ejecutante no parte de una pérdida del control, ni lleva aparejada la ruptura del acuerdo teatral hacia los otros posibles ejecutantes que estén compartiendo el espacio, es más, se trata de un único espacio en el que observador y observado experimentan un mismo aquí y ahora. En este sentido, podríamos hablar de un espacio y de un tiempo extendidos en un continuo presente. Además, en la dramaturgia confesional se busca la abolición de cualquier mecanismo de intermediación, de cualquier figura interpuesta, a diferencia de la dramaturgia convencional que nunca prescinde precisamente de esta condición. Precisamente, esa condición ritual en la que la palabra posibilita la acción me hicieron atender a la dramaturgia confesional desde la perspectiva de los actos de habla, sobre todo en la relación establecida entre sus enunciados y lo que Austin denomina realizativos, semejantes a los enunciados que Pier Paolo Pasolini demandaba para el teatro. En la dramaturgia confesional se apunta hacia un deseo de hacer algo, de provocar algo que no está dirigido a un personaje-individuo incluido en el escenario, sino que se convierte en un acto perlocutivo dirigido desde un principio hacia el propio ejecutante y, de un modo próximo, a quien lo observa. Por eso, la trascendencia a la que he aludido en ocasiones, tiene que ver con el hecho de compartir una experiencia. También me he servido de otros términos propuestos por Austin, como los infortunios y los efectos perlocutivos para diferenciar entre la dramaturgia confesional y la que no responde a esta misma categoría. En consecuencia, la dramaturgia confesional otorga al actor/performer la condición de penitente antes que de personaje, cuya palabra se convierte en acción dentro de un acto ritual; no de una ceremonia. A esta categoría responden textos dramáticos canónicos de la segunda mitad del siglo XX, como como La última cinta de Krapp, de Samuel Beckett, o la Máquina Hamlet, de Heiner Müller así como otros tan relevantes como El año de Ricardo, de Angélica Liddell. En estos y en otros textos que he ido recogiendo a lo largo de este trabajo, el discurso se expone en unas circunstancias que pudieran considerarse próximas al rito de la confesión pública.