Gobierno y gobernanzaPlan Bolonia y grupos de investigación

  1. Alfonso Rey Álvarez 1
  1. 1 Universidade de Santiago de Compostela
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    Universidade de Santiago de Compostela

    Santiago de Compostela, España

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Libro:
Gobernanza, balance del proceso de Bolonia, condiciones laborales y profesionalidad docente en Educación Superior
  1. M. BEGOÑA ALFAGEME-GONZÁLEZ (coord.)
  2. M. JESÚS RODRÍGUEZ ENTRENA (coord.)
  3. ANA TORRES SOTO (coord.)

Editorial: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Murcia ; Universidad de Murcia

ISBN: 978-84-608-8752-2

Ano de publicación: 2016

Páxinas: 108-112

Congreso: Congreso Iberoamericano de Docencia Universitaria CIDU (9. 2016. Murcia)

Tipo: Achega congreso

Resumo

El diccionario de la Real Academia Española (DRAE) define del mismo modo gobierno y gobernanza: “acción y efecto de gobernar o gobernarse”. Tal vez debamos decir que esos vocablos ya no son sinónimos, a causa de los nuevos matices que ha ido adquiriendo el segundo de ellos. El DRAE no recoge el matiz técnico, de creciente uso, que encierra gobernanza en diversos ámbitos de las ciencias sociales y campos de la administración (Huete, 2010; Hernández, 2012). En su sentido más amplio, gobernanza alude a las acciones legales del Estado encaminadas a la eficacia. Es un concepto ambicioso, aunque algo difuso, pues implica nociones tales como responsabilidad, transparencia, eficacia y distribución justa. En el marco universitario tiende a designar, de manera un poco más precisa, una gestión eficaz de los recursos disponibles y el establecimiento de una coordinación acertada entre los distintos niveles y órganos de decisión que conforman la institución. Existe una tendencia a reemplazar la noción de “gobierno” por la de “gobernanza” para indicar que en la toma de decisiones que afectan a la universidad intervienen, de manera creciente, instituciones (agencias de evaluación, organismos supranacionales) ajenas al estado nacional y factores (acuerdos con empresas, captación de recursos privados, competencia entre las universidades de un mismo país) que escapan al control de las autoridades, porque la Universidad moderna se ha convertido en una institución que se mueve en varios planos cuyo gobierno o dirección ya no es competencia de una sola autoridad. Limitándonos al estricto ámbito universitario español, tal vez sería útil distinguir entre el gobierno, entendido como conjunto de normas y regulaciones del estado sobre la institución universitaria, y gobernanza, entendida como conjunto de normas y usos de carácter no necesariamente legal, que desbordan el marco de un estado y que derivan de la participación de organismos y factores de muy diversas índole. La tesis que muy sencillamente trataré de defender es que en el momento presente existe un gobierno (nacional y autonómico) que no coincide plenamente con la gobernanza de una institución que libra su futuro en ámbitos geográficos y académicos de carácter muy heterogéneo, que no pueden ser abarcados desde un solo cuerpo legal o una sola instancia administrativa. El concepto de gobernanza, sinónimo de public management (nueva gestión pública), es frecuente en los estudios sobre la gestión y dirección de sistemas universitarios y organismos de investigación. Numerosos especialistas en educación superior, ciencias políticas, administración pública o sociología han estudiado los problemas que plantean a la gestión y liderazgo de dichas instituciones los cambios operados en la última década. El concepto de gobernanza alude a una nueva forma de reflexión, la cual está encaminada a analizar el impacto de los cambios acaecidos en los sistemas e instituciones universitarias. La gobernanza y la nueva gestión publica son parte de la agenda europea para modernizar la universidad, haciéndola más receptiva a las 109 necesidades técnicas propias de la sociedad del conocimiento. En último término, lo que se persigue es proporcionar nuevos utensilios mentales, nuevos conceptos, para la universidad del siglo xxi. En las dos últimas décadas se ha producido un cambio en la dirección y gestión de las universidades públicas. Disponen éstas de autonomía, pero, en contrapartida, se ven en la acuciante necesidad de rendir cuentas de sus resultados ante paneles de expertos y organismos de evaluación nacionales e internacionales. Al mismo tiempo, deben captar alumnos fuera de su ámbito geográficos inmediato y luchan por mejorar su posición en los rankings de excelencia. En otras palabras, ha disminuido, en términos relativos, la labor tutora de los gobiernos, pero se ha incrementado la de otras instancias de control, sean éstas estatales, paraestatales o privadas. Unas y otras ejercen una labor de control mucho más profunda. Ello coincide con dos hechos fáciles de percibir: 1) hay una competencia creciente entre universidades nacionales e internacionales, competencia que se manifiesta en la lucha por los ránkings, la financiación, la captación de estudiantes y la contratación de investigadores de prestigio: 2) las universidades se ven crecientemente impelidas a buscar recursos económicos más allá de las partidas presupuestarias de los gobiernos. Sin dejar de ser públicas en su financiación, deben acudir a un mercado complejo y competitivo para completar unos recursos que necesitan para seguir compitiendo a un nivel crecientemente complejo. Tal como señaló Andresani, la gobernanza universitaria está cada vez más compartida, en el sentido de que no es responsabilidad exclusiva de los gobiernos nacionales o de las autoridades públicas, aunque éstas todavía desempeñan un papel importante. Esto último se debe a que las instituciones universitarias generan especialistas muy valiosos para el avance de la sociedad, de modo que el estado difícilmente dejará de renunciará a legislar en este sector. Tal como han observado Paradeisse et alii (2009:36), los estados siguen gestionando las universidades, pero sus funciones han cambiado: tienden a supervisar, más que a dirigir, de modo que estamos asisitiendo a una especie de gobernanza en varios niveles, por la razón señalada líneas atrás: algunas de las responsabilidades que tenían las autoridades públicas en materia de universidades han sido trasladadas a organismos privados y/o supranacionales, entre los cuales hay que destacar las distintas y numerosas agencias de evaluación. En los últimos años, a causa de la crisis económica y la reducción de la subvención pública, se ha acentuado la búsqueda de otro tipo de financiación, procedente de instituciones ajenas al estado. Una consecuencia práctica de ello es que se reactiva, con nuevos argumentos, el debate acerca de si la institución universitaria puede seguir siendo concebida exclusivamente como un servició público, tal como establece, en el caso de España, nuestra Constitución. Ciertamente, esta polémica queda fuera de mi exposición, pero me permito apuntarla porque demuestra cómo una decisión inicialmente intangible puede verse afectada en la práctica. En cambio, como luego diré, atañe a la necesidad de que la legislación estatal ceda parte de su gobierno a la gobernanza de otras entidades de carácter no estatal o supranacional. “Ceder” no significa renunciar o desentenderse, sino coordinarse y, eventualmente, traspasar algunas de sus funciones. Otro factor, no desconectado de lo anterior, debe ser tenido en cuenta: al identificarse la calidad investigadora con la excelencia académica, la gobernanza de la universidad 110 condiciona el enfoque de la investigación y su peso relativo dentro de la vida universitaria. De ahí, la tendencia a una bifurcación de la carrera académica ente docencia e investigación, y una distribución del trabajo entre organismos de enseñanza frente a organismos de investigación, lo cual tiene como consecuencia una diferenciación entre producción de conocimiento y difusión del conocimiento. Cuando, hace muchos años, Ortega y Gasset, en El libro de las misiones, afirmó que la principal tarea de la Universidad era la formación de buenos profesionales de la medicina, abogacía, ingeniería, etc., reflejaba un parecer ajustado a la realidad de sus días. En la actualidad, la Universidad se ve obligada a dedicar una mayor atención a la producción de nuevos conocimientos. En teoría, todo profesor universitario debe saber investigar y comunicar conocimientos; en la práctica parece innegable que esas dos funciones no se dan en la misma proporción. Cabe preguntarse, llegados a este punto, si los órganos de gobierno de la universidad pública española, entendiendo por tales los que están fijados en la legislación, tienen la capacidad efectiva de hacerse cargo de una gobernanza nueva, que ya no depende tanto de lo que establece la legislación (la estatal, la autonómica y la universitaria) como de unas instancias externas que orientan decisivamente el futuro de la institución, una de las cuales es eso que un poco vagamente se denomina “el mercado”. Tomaré como referencia, ya para encaminar mi ponencia a su conclusión, dos hechos que, en mi modesta opinión, enseñan que el sistema legal español, es decir, lo que podríamos llamar el gobierno de la universidad carece de la flexibilidad necesaria para ajustarse a una gobernanza que supera el marco existente. Esos dos hechos son: a) la aplicación del plan Bolonia; b) la novedad de los grupos de investigación y su participación en proyectos competitivos. a) El objetivo central del llamado plan Bolonia era la puesta en marcha de un auténtico Espacio Europeo de Educación Superior (EEES) encaminado a incrementar la competitividad y la transnacionalidad. Para conseguirlo, las autoridades se comprometieron a coordinar sus respectivas políticas en ámbitos tan decisivos como titulaciones, niveles curriculares, transferencia de créditos e incrementos de la movilidad. El plazo establecido era el año 2010. En España no se lograron plenamente esos objetivos porque las autoridades propias, académicas y políticas, establecieron diversas normas que, en la práctica, han malogrado buena parte de los objetivos iniciales. Es un caso claro de cómo el gobierno tradicional no se ajustó a la gobernanza nueva. b) Pretendo llamar la atención sobre el profundo cambio que ha supuesto para la Universidad española la figura del grupo de investigación, convertido en la célula básica del sistema universitario en un triple aspecto: investigación, formación docente y obtención de recursos económicos. Su presencia aconseja reducir, proporcionalmente, el peso de otros organismos y cargos de más raigambre y tradición, tales como departamentos y facultades, que deben, no desaparecer, pero sí acomodarse a una situación muy diferente de aquella que marcó la lejana Ley de Reforma Universitaria, cuya esencia permanece en muchos aspectos pese a haber sido derogada por norma legales posteriores. 111 Los grupos de investigación, como todos constatamos a diario, desbordan el marco organizativo de los departamentos y facultades, al tiempo que crean un nuevo espacio interuniversitario e internacional que desborda la realidad oficial. En la medida en que obtienen financiación fuera de los presupuestos asignados a la universidad, los mencionados grupos dependen de agencias de acreditación, aglutinan miembros de diferentes centros de trabajo y países, a la vez que fijan prioridades de investigación no siempre contempladas en los planes de estudio oficiales. En suma, son órganso que se mueven en un espacio propio, que sólo se entiende desde un concepto de gobernanza que no coincide plenamente con lo fijado en los estatutos de la Universidad y las leyes estatales y autonómicas. No incurriré en la exageración de decir que existe una contradicción de normas y usos, pero sí un cierto desfase normativo que no recoge con toda la diligencia la nueva situación creada. Como anécdota ilustrativa, voy a referir una experiencia que está llevando a cabo mi universidad, la de Santiago de Compostela, en paralelo a algo similar que se proyecta en las otras dos universidades gallegas, la de Vigo y La Coruña. Por razones puramente económicas (lo cual restringe el interés de la medida) han decidido reducir el número de departamentos (en La Coruña, de Facultades) forzando fusiones de los mismos. La medida ha producido algunos resultados tangibles, desde el punto de vista presupuestario, al amortizar funcionarios administrativos, reducir las bonifaciones salariales de directores y secretarios, y reducir también el número de exenciones docentes, lo cual, en la práctica, equivale a aumentar la fuerza docente. Estas medidas, muy beneficiosas en mi opinión, han suscitado algunas respuestas ácidas por parte de sectores del profesorado, reaccios a admitir el carácter parcialmente obsoleto de unos departamentos que hace mucho tiempo que perdieron toda competendia en materia de investigación y reclutamiento de nuevos profesores. En la situación que he descrito se ha llegado a un compromiso que demuestra cierta incomprensión de la nueva realidad. Se mantienen, nominalmente, las estructuras antiguas, en atención a su raigambre y tradición, pero falta una adaptación realista de las mismas a la nueva situación. Más allá de las anécdotas, el suceso en sí pone de relieve cómo lo que fue un organismo clave ha dejado de serlo, en tanto que el nuevo, que lo viene a reemplazar, todavía no alcanza el reconocimiento y la regulación que le debería corresponder. Todo ello con el peligro de que la burocratización de la Universidad, muy visible ya en el ámbito de la administración, contamine también los ámbitos de la docencia y la investigación. Tal vez en el curso del debate podamos entrar en más detalles al respecto. No juzgo ahora la medida, que ha suscitado la esperable controversia. Sí quiero señalar que el adelgazamiento y la pérdida de peso del Departamento, al que la LRU concedió un papel central en la nueva Universidad de los años ochenta, pone de relieve la volatilidad de la situación ante los cambios que se suceden. En otras palabras, la gobernanza se está desplazando hacia otros ámbitos. Sin embargo, tal como sucedió con la adaptación al plan Bolonia, los pasos que se dan son vacilantes y tardíos, cuando lo cierto es que la autonomía universitaria concede suficiente margen para acercarse más decididamente a un nuevo sistema de liderazgo y gestión.